Hubo un tiempo en que me dediqué a pintar dibujos para niños y jóvenes.
Sus caritas al descubrir el dibujo eran mi mayor satisfacción. Veías su alma sin prejuicios, limpia, sin condicionantes.
Por un momento no había nada más para ellos.
Era mágico ese momento.
Luego se perdía. No era más que un póster en su habitación. Hecho a mano, sí, pero objeto decorativo al fin y al cabo.
Pero yo sé que esos niños, cuando se desprendían de la realidad, captaban el alma del dibujo, la energía que contenía, la ilusión creada real. Mi energía iba con ellos.